Para un creciente número de ciudadanos, esta prefectura se ha convertido en el centro de una vida más ecológica.
Primera hora del alba en casa de los Katô. En el pequeño glaciar, Yûji coloca los troncos, pone la tetera y el pan en la estufa, luego sale a pulir el arroz que él mismo cosecha mientras contempla el amanecer posarse en las montañas de Ichifusa. Fuera, se oye tan solo el balido de una cabra y el croar de los cuervos
“No hay una sola casa en los alrededores”, dice halando su cigarrillo con aire satisfecho. Originario de Chiba, una ciudad de 98 000 habitantes en la periferia de Tokio, este jardinero de 51 años se fue con su familia al día siguiente de la triple catástrofe del 11 de marzo de 2011, para instalarse en un trozo de tierra al sur de la prefectura de Kumamoto, lo más alejado posible de la central de Fukushima. “Cuando escuché que el corazón de un reactor se había derretido, cogí a mi mujer y mi hija y me marché al sur. No sabía hacia donde iba, pero sí que nunca volvería”, recuerda. Tras pasar la noche en casa de sus padres y amigos en Fukuoka y después en Nagoya, los Katô llegaron, aconsejados por amigos, a Mizukami, pueblo de 2.000 habitantes, conocido por la calidad de su agua. “¡Nos metimos en la agricultura ecológica sin saber nada! Pero todo el mundo puede hacerlo, lo único que hay que hacer es dedicarle tiempo”, sonríe su mujer preparando con cariño un picnic con ingredientes de su propia producción -zanahorias, champiñones, brotes de bambú- que vende en los mercados locales. La pareja no gana demasiado pero gasta cinco veces menos que en Tokio. “En estas tierras abandonadas por los jóvenes, se puede alquilar casas por casi nada y arreglarlas. Basta con conocer a alguien, aquí todo el mundo se ayuda”, explica Yûji hablando de la red alternativa que no ha dejado de crecer desde la primavera de 2011. “He rehecho mi vida aquí partiendo desde cero, gracias a la familia Abe que nos buscó una casa fantástica con vistas a los arrozales por 5.000 yenes (40 euros) al mes”, confirma Kawaragawa Yôdai, que también vino de la capital después de la catástrofe. Este treintañero que no tenía realmente un oficio, hace siete años que empezó a hacer aizome, una tintura tradicional al índigo, prácticamente desaparecida en el archipiélago. Hoy, cultiva y confecciona a mano, junto con su mujer, ropa y tejidos con esta planta utilizada desde tiempos inmemoriales por los samurais que apreciaban enormemente sus propiedades estéticas y antisépticas. “Ahora, ejerzo un oficio del que me siento orgulloso, y es gracias a la gente de Mizukami”, dice.
En Kumamoto nació en 1956 una comunidad ecológica justo después de la terrible enfermedad de Minamata (ver páginas 6-8) provocada por la contaminación de mercurio. Los habitantes reafirmaron su voluntad de vivir de acuerdo con los principios de la naturaleza. Tras Fukushima, este ideal de vida tomó más fuerza. Hemos asistido en Kumamoto a la aparición de un sistema paralelo basado en los principios de la autosuficiencia y la permacultura, concepto ecológico australiano que se desarrolló después de la guerra gracias al famoso agricultor Fukuoka Masanobu y algunos otros pioneros, como Abe Masahiro e Isoko que emigraron a Mizukami hace 20 años.