En el interior del hall de madera oscura, vemos varias tarimas cubiertas con tatamis. Sobre cada una han sido colocados gruesos futones plegados en tres, de tal forma que la parte trasera es más alta que la delantera. El sacerdote muestra a continuación cómo instalarse. Todo parece un poco complicado pero, la colocación del colchón lo hace mucho más confortable de lo que imagina, además es increíblemente fácil sentarse manteniendo la espalda completamente recta.
« Dejad los ojos medio abiertos para no dormiros », dice el monje. « Fijad la mirada en un punto situado más o menos a metro y medio delante vuestro. Si sentís que os adormecéis, y deseáis que os despierte con el keisaku, cerrad vuestras manos y ponedlas al nivel del pecho », añade. Su keisaku es un trozo de madera bastante intimidante, plana como el remo de un bote. « No lo consideréis como un castigo », nos asegura. « Es simplemente para ayudaros a estar concentrados. » A continuación, enciende un palo de incienso y toca cuatro veces una pequeña campana para marcar el inicio de la sesión de meditación. No queda más que concentrarse en nuestra respiración, como ya nos lo ha explicado.
El silencio invade la sala, únicamente roto de vez en cuando por el canto de los pájaros que revolotean alrededor de los árboles en el exterior. Con esta calma terminamos por tomar consciencia de un mundo lleno de sensaciones: la brisa de la montaña que sopla a través de las ventanas abiertas y que nos acaricia la piel, el perfume a madera e incienso, el dulce ronroneo de un avión a lo lejos. Con los ojos semi cerrados atisbamos al sacerdote marchando con perezosa lentitud, levantando un pie, después esperando algunos segundos para posarlo en el suelo, levantando luego el otro, con su gran keisaku en la mano.
Los primeros quince minutos pasan sin que nadie sienta la necesidad de ser despertado. A continuación, cuando comenzamos a sentirnos un poco agitados, el monje toca la campana y anuncia que es el momento de hacer una corta pausa. “Cambiad de posición si tenéis las piernas agarrotadas“, nos aconseja. Cinco minutos más tarde toca la campana de nuevo y da comienzo a la segunda sesión. El sonido de la campana resuena en el silencio como las ondas del agua en la superficie de un estanque. Esta vez, una valiente joven presenta enseguida sus manos en señal de súplica. Con los ojos semi cerrados observamos al sacerdote acercarse lentamente a ella. Se para enfrente de la chica. Se saludan. Él tiende su keisaku horizontalmente delante de ella, como si lo presentara para una inspección. Ella se inclina profundamente. Aprieta suavemente la espalda hacia abajo hasta que esté completamente recta. Todo el mundo deja de meditar, es imposible resistir a la curiosidad de saber como se llevará a cabo este extraño ritual.
¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! El monje da cuatro golpes secos sobre la espalda de la chica, dos de cada lado de su columna vertebral, provocando en los otros una reacción de compasión. Sin embargo, este procedimiento está lejos de asustarles. Los otros miembros del grupo no tardan en sentirse mal y presentar sus manos: les toca conocer la sensación de despertar provocado por el keisaku. Nadie termina la sesión sin haberlo probado. De cierta manera, la experiencia no sería completa si fuera de otra forma. Es un poco como ir a un onsen sin sumergirse en el baño de agua caliente. Y si en el momento esto provoca una especie de hormigueo, es en realidad bastante vigorizante, un poco como un buen masaje. La segunda sesión dura alrededor de veinticinco minutos, bastante para aquellos que sienten que su espíritu se vacía de toda su agitación habitual y se concentra en la inspiración y la expiración al nivel del pecho en cada respiración. Entonces comenzamos a entrever el momento presente que no se interrumpe con nuestro pensamiento.
Suena la campana. Ésta señala el fin de la sesión. El mensaje a modo de conclusión del monje es simple: “Cada día, aseguraos de encontrar un poco de tiempo para vosotros mismos, incluso si tenéis una agenda muy cargada“, nos desafía. A continuación cierra las persianas. Los participantes se inclinan saliendo de la sala y calzan sus zapatos. Todo se ha terminado. Al salir tenemos la impresión de flotar en los jardines bañados por el sol del atardecer. En un estado de extraña exaltación, nos sentimos vivos y en alerta.
El monje tiene razón. ¿Cuánto tiempo tomamos sentados y en silencio sin verificar el correo electrónico o sin preocuparnos de todas las cosas que debemos hacer ? ¿Sin mover ni un músculo?
De aquí a 2040 unos 27 000 templos cerrarán porque el éxodo hacia las grandes ciudades vacía los templos de fieles en las zonas rurales. Esperemos que iniciativas como la de Shinsho-ji ayuden no solamente a mantener más templos abiertos, sino que también permitan a más personas apreciar las ventajas del zazen.
S. J. P.
Informaciones prácticas
Para llegar, tomar el shinkansen desde Hiroshima, Osaka o Tokio hasta la estación de Fukuyama y a continuación un autobús de la compañía Tomotetsu en dirección de Miroku en el sato. El templo se encuentra a unos 15 minutos de la parada de Tenjin yama.
91, Kamisanna, Numakuma-cho, Fukuyama-shi, Hiroshima-ken 720-0401 Tel: 084-988-1111