“¡Hemos vivido nueve años sin electricidad ni agua corriente ni gas! Pero hoy, estamos iluminados por la central nuclear de Kyûshû. Nos tenéis que perdonar”, bromea Abe Isoko. Vivo y animado, este sexagenario con un sombrero de campesino ha acogido y aconsejado a un buen número de recién llegados en la misma región de los Katô y los Kawagahara. “No formamos parte verdaderamente de una comunidad, pero intentamos ayudarnos y tener actividades comunes como el método de tala y quema con el que podremos regenerar los bosques para las generaciones futuras” dice, mostrando un decena de hombres y mujeres recogiendo hie, una especie de mijo japonés, a los pies de la montaña Yuyama. Vestidos con trajes de campesinos, con tabi -zapatos de dos dedos-, pañuelo tenugui alrededor de la cabeza y bolsa de herramientas tradicional en la cintura, todos emigraron de las ciudades después del accidente nuclear. “La llegada a estas fértiles tierras y la necesidad de reinventarse les ha hecho inspirarse en tradiciones olvidadas como el índigo o el hie, que posee un gran valor nutritivo y es económico”, explica la señora Abe. “Se dice que es el cereal del pobre pero siempre fue parte del ADN japonés, ¡te hace fuerte como un caballo!” dice Seiroku, un gran rastafari vestido con un kimono índigo y un turbante jamaicano del que se escapa una cascada de trenzas. Desde su llegada a estas montañas, este nativo de Kioto, se dedica a la recogida de rastrojos para la construcción de techumbres tradicionales, otro savoir-faire perdido. “Cuando llegamos a estas tierras la gente era distante, pero en cuanto entendieron que estábamos seriamente comprometidos con la agricultura y que incluso manejábamos métodos más ancestrales que ellos, ¡nos acogieron amablemente!”, dice divertido, recordando la cara de los campesinos cuando vieron a estos “jóvenes desaliñados” cultivando el mijo. La cultura de la tala y quema había sido también abandonada hace mucho tiempo en la región.