Célebre por sus santuarios y templos, la antigua capital imperial reserva también otras sorpresas.
El teléfono de otra época se había recubierto con una tela beige; no para dar un halo de misterio, sino para ocultar el único elemento que unía el espacio con el mundo exterior. En Kikunoi no se come, se viaja. Penetramos en un mundo aparte. El restaurante, situado un tanto apartado de las hordas de turistas que frecuentan Higashiyama, no deja de ser típicamente local. Desde 1912, tres generaciones, es la imagen del lujo a la japonesa: sencillez, calidad y servicio, en un marco tradicional sin florituras. Cada cliente es atendido en una de las once salas privativas con vistas al jardín. Y cuando el primer plato llega, el viaje comienza. En el menú de invierno, pescaditos marinados junto a huevas de bacalao en terrina y dumpling de flor de lis relleno de foie gras, en armonía con el sorbete kumquat wasabi.
Para gran desgracia de su padre, entonces chef del restaurante, el joven Murata Yoshihiro quiso estudiar cocina francesa, y con 20 años, salió de Kioto destino París. Regresaría varios años después para ayudar a su progenitor. “Desmontamos la tradición, para reconstruirla mejor”, afirma hoy Murata, que desde entonces ha tomado las riendas del restaurante, dándole un giro más contemporáneo, pero sin llegar 90 grados. Ahora, cuenta con siete estrellas Michelin en el conjunto de sus tres establecimientos (dos en Kioto y uno en Tokio) y figura en las listas de los mejores restaurantes del mundo. Cada día el chef va a pie al restaurante desde su casa de Gion. Estos paseos de 40 minutos por la mañana y por la noche son sin duda una fuente de inspiración cada temporada para la base de su cocina kaiseki. Además, su notoriedad lo lleva a recorrer el planeta, del que tomará eso que completará sus obras atemporales, aunque increíblemente contemporáneas.