Su símbolo más reconocible es el torii de 16,6 metros de alto que se erige en medio del agua, a unos 200 metros del santuario de Itsukushima. El torii fue construido sobre el mar porque toda la isla está considerada como sagrada. No se permite a los paganos penetrarla. Estos tienen que acercarse al santuario por mar, pasar por debajo del torii que separa simbólicamente el mundo ordinario de la isla sagrada.
El santuario de Itsukushima es el corazón espiritual de Miyajima. Y, como las guías prometen, este opulento santuario naranja intenso parece flotar cuando la marea está alta. No podríamos encontrar un lugar mejor para una representación de bugaku. El santuario de Itsukushima data del 593, pero es el gran señor de la guerra, Taira no Kiyomori, el que lo hizo reconstruir en su forma actual alrededor del 1168. A medida que el santuario fue adquiriendo importancia, el emperador lo fue visitándolo y Kiyomori incorporó un poco de la cultura de la corte de Heian -incluido el bugaku- en la vida de Itsukushima. La tradición perdurará hasta hoy, con representaciones de bugaku que tienen lugar en un escenario al aire libre con el mar de fondo, como en la época de Kiyomori.
La representación comienza por un grupo de músicos sintoístas vestidos con túnicas blancas, pantalones turquesas y sombreros negros que se sitúan al lado del escenario. Tocan la música gagaku (la música clásica japonesa más antigua) con hichirikis (una especie de oboes), flautas, shoko (pequeños gongs de bronce) y una variedad de percusiones. En este ambiente musical, un poco fuera del tiempo, aparece el primer bailarín vestido con un deslumbrante traje de seda naranja bordada y una máscara de animal. Sus movimientos de baile recuerdan a los de una mantis religiosa. Una veintena de piezas de danza han sobrevivido de la época de Kiyomori y son todavía ejecutadas en determinadas fechas a lo largo del año. Se trata particularmente de Danzas de la izquierda (saho no mai), venidas de China, en las que los bailarines visten trajes rojos y naranjas, y las Danzas de la derecha (uho no mai), originarias de Corea, en las que los bailarines se visten más bien en tonos verdes. Ciertos bailes cuentan batallas antiguas o encuentros mitológicos, otras hacen un llamamiento a la paz en los mares de Japón, o bien rezan por una abundante cosecha. La mayor parte de ellas, sin embargo, parecen completamente abstractas. En la época Heian se adaptaron según consideraciones estéticas y empezaron a ser ejecutadas principalmente para entretener en detrimento de su sentido original.
Lo que todas las danzas tienen en común es el ritual de los pasos y una coreografía impecable y precisa. “La exactitud de movimientos repetitivos es de gran importancia en la medida que se piensa que eso asegura la continuidad del universo”, afirma Jukka O. Miettinen en su libro Danza y Teatro Tradicional Asiático. Para los visitantes occidentales es casi imposible distinguir el escenario o descifrar el sentido de los bailes. “¡Es difícil incluso para un japonés! ” reconoce un amigo. Pero la pieza cuando está bien ejecutada nos transporta siempre a otro mundo, trascendiendo nuestra realidad cotidiana, concediéndonos un momento de breve eternidad. Lo mismo cabe decir del bugaku. Incluso sin saber distinguir la izquierda de la derecha, es imposible no quedar fascinado por el espectáculo de los ritmos de tambores y los peculiares sonidos de las flautas, de los bailarines embutidos en sus suntuosos trajes en seda con sus monstruosas máscaras, ejecutando los antiguos rituales sobre una alfombra carmesí de este santuario mágico, con las olas rompiéndose a pocos pasos del escenario.
En ese momento, más que nunca, parece que Itsukushima flota realmente, transportándonos no solamente al esplendor de la época Heian sino más lejos todavía: a un universo místico más allá del tiempo, donde los dioses y las gentes comunes pudieron quizás convivir. Embriagados por el ambiente, cuando vamos a tomar el ferri delante de las farolas de piedra que desprenden un resplandor mágico sobre el mar, la gran ciudad de Hiroshima, que brilla al otro lado de la bahía, parece casi irreal.
Steve John Powell