Para los Ito, esta primera participación de su hijo en la carrera del Nomaoi, es una cuestión de perpetuar la tradición. Con unos 500 participantes anuales, esta fiesta, designada patrimonio inmaterial de la cultura popular japonesa, no cuenta más de un puñado de jóvenes jinetes, entre los cuales se encuentra Kazuhiko.
Son las 10, bajo un calor abrasador, la familia Ito, reunida en un gran parking, intenta más mal que bien poner los 30 kg de la armadura sobre el fornido cuerpo de Kazuhiko. El equipamiento es impresionante: guantes, protecciones para las piernas, acorazados, túnica de malla, cuero, lana o seda, remendados con amor por su madre. “¡Hemos comprado todo en Kioto en un estado lamentable! ¡Algunas de estas armaduras databan de las guerras de Momoyama antes de la era Edo!” cuenta Ichiko ajustando un pañuelo alrededor de la frente de su hijo. “Las armaduras japonesas son diferentes de las de Occidente, éstas no cubren todo el cuerpo sino los puntos sensibles, el corazón, el cuello, los muslos. Porque el código de honor obligaba a un combate de frente, nunca por detrás”, añade Kazuhiko. Alrededor, otras familias proceden a realizar el mismo ritual, rodeando al hijo, al marido o al hermano que en este día representan a sus ancestros. “Todavía hay mucha gente que utiliza las armaduras de sus tatarabuelos si han tenido la suerte de conservarlas”, comenta Kazuhiko poniéndose su casco de pelo de jabalí adornado con cuernos. Finalmente, listo, se dirige con pesado caminar hacia la estación de servicio que se ha transformado en una caballeriza medieval, con caballos que deambulan cerca de las bombas de gasolina e hileras de guerreros sentados, el aire plácido, el sable -katana- ceñido a la cadera, esperando la salida de la procesión. Tres kilómetros hasta el hipódromo de Hibarigahara donde tendrá lugar la gran carrera. “¡Atención!, ¡retroceded!” vocean los altavoces ante el avance del cortejo. La ciudad es un gran atasco donde cada uno intenta llegar lo más rápidamente posible al estadio. Nosotros entramos con la familia Ito sobre la densa hierba del centro del hipódromo que sirve de back-stage: sentadas sobre la hierba, las familias terminan de almorzar, apretujadas como pueden dentro de una sombrilla, mientras los jinetes fuman un cigarro antes de la carrera. Alrededor, millares de personas protegidas con sombreros se acomodan en las gradas. “¡Hidrátense! ¡Hidrátense!” vocean los altavoces. Pronto la tribuna comienza a llamar con toda la marcialidad que puede tener la lengua japonesa a los primeros participantes de la carrera. Avanzando de dos en dos, los samuráis intentan retener como pueden a sus monturas hasta que se dé la salida. Mil metros a recorrer, una distancia muy larga considerando las temperaturas caniculares de este mes de julio que rozan los 45 grados. Un caballo sufre un vértigo y cae a causa del calor , lo llevan a una roulotte que sirve de ambulancia.
Una mujer le pone hielo en la frente mientras dos ancianos le hacen tragar a la fuerza puñados de sal. “¡Es para obligarle a beber! Los caballos pueden morir de insolación con este calor insoportable”, dice uno de ellos.